jueves, 26 de mayo de 2016
EN LA ESPIRAL DEL VIENTO
Si fuese un dios reconocido, y no uno cualquiera,
intentaría primero socorrer al amante despechado,
poniendo paños calientes sobre él, con gran cuidado
susurrándole al oído, con voces tiernas y muy ligeras
viejas canciones de amor, que hablasen de personas
cuya vida se encadena a la de otras, sin pestañear,
haciendo de este mundo un lugar apto para amar
y llevando con orgullo a cada instante, su corona,
aquella que a los reyes de los plebeyos distingue
la de finos diamantes y oro engarzado en volutas
a veces decorada con adornos que asemejan frutas
y casi siempre coronada por la figura de una esfinge.
Lamento no haber sido ese dios para ti, ni siquiera
un ángel, en tantas ocasiones en que lo necesitabas;
fui más bien un demonio, al que sin duda amabas,
y al que creías, incluso aunque siempre te mintiera.
Será pues otro día perdido cuando salgamos juntos
a pasear por sendas quemadas por el sol de mediodía;
un día dejaremos de estar unidos, y no habrá poesía
ni tampoco besos y abrazos, será un amor presunto
como posible es que no me ames ya, sufro en silencio
para no tener que llorar luego a voz en grito, rumiando
mi fracaso infinito, sin dejar de pensar, encadenando
historias que en el fondo no son sino viejas vivencias
de otros tantos amantes atrapados en la espiral del viento
que trataron de volar incluso antes de saber andar primero
y luego el sol quemó sus alas, para con el último aliento,
preguntar a cuantos se cruzaban en su camino por el sendero
que conduce al amor, escondido en una casa cualquiera,
en forma de corazón y con flecha clavada incluida
cuyas puertas, pintadas en rosa, no permiten la huida
moviéndose las gastadas cortinas con la brisa ligera.
No es del amor de lo que se trata, sino del futuro
edulcorado con unos granos de anís y aguamiel,
no es el momento de parecer un tanto inseguros
llegó la hora de dejarse, en vano intento, la piel
o bien triunfamos y la vida se vuelve de color rosa
o nos caemos con estrépito sobre la ardiente brasa
tras salir del infierno de la sartén donde se abrasan
lágrimas, quizá de soledad, o de cualquier otra cosa.
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